Autor Miguel Ángel Santos Guerra
A medida que vamos instalándonos en lo anormal, la extraña realidad pasa a ser normal. Ya estamos habituados a salir de casa con la mascarilla puesta y a encontrarnos a todas las personas con la suya. Aun recuerdo la impresión que me causaba ver a alguien con una mascarilla en un aeropuerto o transitando por la calle. “Una persona rara”, pensaba. O aprensiva, o hipocondríaca. Hoy, si veo a alguien sin mascarilla, pienso que es un despistado o un desaprensivo. Ya nos hemos habituado a mantener la distancia y a prescindir de los abrazos. Ya es normal lo anormal.
Aun recuerdo la incredulidad que nos causaba la posibilidad de que no se celebrasen Congresos, procesiones o ferias locales. Ahora no nos sorprende; es más, lo esperamos. Nos parece normal que no se vean en la Puerta del Sol las campanadas del Año Nuevo o que no se celebre con jolgorio multitudinario la llegada del nuevo año, que la Cabalgata de Reyes sea estática y que las cenas de Nochebuena o Nochevieja tengan restricciones de comensales. Lo sorprendente sería que no las hubiera. Es decir, que nos hemos habituado a lo excepcional.
La crisis está resaltando la importancia de lo cotidiano. Echamos mucho de menos las cosas triviales que antes nos parecían casi inevitables: tomar un café con los amigos, ir al cine, a un concierto o al teatro, salir de compras, hacer un desplazamiento en coche, viajar en avión al extranjero con plena libertad…
Al llegar la Navidad visitábamos a la familia, organizábamos cenas y comidas de empresa y de amigos, veíamos en masa el espectáculo de las luces, visitábamos belenes, recorríamos los mercadillos navideños, íbamos a ver a familiares y amigos, comprábamos regalos…
Este año, el mejor regalo que podemos hacernos unos a otros es el de la protección mutua, el del cuidado de los demás a través de la prudencia y de la responsabilidad:
– No te voy a visitar porque te quiero, no te voy a dar un abrazo porque me importas, me voy a lavar las manos varias veces porque mi higiene te protege, voy a estar alejado de ti porque quiero estar cerca en otro momento…
No nos olvidemos de que hay una parte de la población que tendrá las mismas navidades de siempre. Me refiero a los pobres, a los desamparados, a los desheredados de la tierra. Esas personas volverán a pasar otra Navidad en la miseria, en soledad, viendo en las luces el insulto que reciben cada año, teniendo los bolsillos vacíos para hacer la más mínima compra y sintiendo el dolor de la pobreza.
Todos deberíamos buscar la coherencia y la eficacia. No se pueden poner millones de luces y luego decir a los ciudadanos y a las ciudadanas que no vayan a verlas. Poner luces es invitar a que haya aglomeraciones.
La alcaldesa socialista de Parauta, un pueblo de la Serranía de Ronda, con un censo de 250 vecinos, ha decidido sustituir la instalación de luces por la entrega de un obsequio consistente en un jamón de pata negra, embutidos diversos y botellas de vino de la zona. Daba gusto ver en la televisión el reparto efectuado a cada domicilio, como una anticipación de los regalos de Reyes,. Los vecinos contestaban sonrientes a la pregunta del reportero:
– Usted que prefiere, ¿luces o jamones?
Todos, sin excepción, contestaban:
– Yo, jamones.
Una simpática y pragmática iniciativa. La alcaldesa ya ha anunciado, que se trata de una decisión excepcional y que el próximo año, las calles volverán a tener la tradicional iluminación navideña.
Me gusta que, al acercarse la Navidad, se hagan llamadas a la responsabilidad ciudadana. Tengo la sensación de que nos gustaría que nos dijesen tan claro lo que no debemos hacer que no tuviéramos nada que pensar ni que decidir por nosotros mismos.
“¿Cómo va a saber la policía quién es un allegado?”, se preguntan algunos. El problema no es ese, el problema es que cada uno tiene que evitar situaciones de riesgo. Y, aunque algo no estuviera prohibido, no lo deberíamos hacer si resultase peligroso. Porque da la impresión de que cumplir las normas beneficia a quien las impone o las hace cumplir. Y no es así. Las normas benefician a la ciudadanía.
“Si no se puede multar con claridad, es que no está bien puesta la norma”, dicen otros. En realidad, lo que queremos es saber claramente cuándo infringimos una norma para poder quebrantarla cuando no nos pillen.
Lo que no queremos es pensar, de lo que huimos es de la responsabilidad. Recuerdo que el que fuera Director General de Universidades, Miguel Ángel Quintanilla, decía que cuando su hijo pequeño cometía alguna fechoría, le decía: vamos a razonar. Y un día el niño que había hecho algo especialmente conflictivo, su padre le llamó con cierta energía. Y temiendo el niño lo que le iba a decir su padre, cruzó los brazos delante de la cara y suplicó:
– ¡Papá, razonar, no; razonar, no!
Es decir, dame un castigo que tenga rápido cumplimiento y déjame volver a jugar rápidamente. No me obligues a pensar, a analizar lo que ha pasado, a argumentar por qué he hecho lo que no debería.
El tira y afloja que se produce entre el cuidado de la vida y el mantenimiento de la economía, solo se puede resolver desde la responsabilidad ciudadana. Si eres prudente, si evitas el contagio, estás salvando la vida y la economía. Este es el regalo que podemos hacernos unos a otros, este es el principal obsequio que podemos brindar a los demás: evitar el contagio.
Cuando comience el nuevo año tendremos oportunidad de ser vacunados contra este maldito virus. Otra forma de ayudar a los demás. Si nos protegemos nosotros, estamos protegiendo al prójimo, estamos frenando el contagio, estamos ganando la batalla.
El miedo está anidando en muchos corazones. Es mucho tiempo el que llevamos tratando de esquivar el contagio. Algunas personas están desarrollando fobias inquietantes: habefobia o miedo a ser tocado, agorafobia o miedo a los espacios abiertos, claustrofobia o síndrome de la cueva… Y con miedo no es posible vivir felizmente.
El bombardeo constante de información sobre muertos, contagiados, ingresados en Hospitales y encamados en Unidades de Cuidados Intensivos, hace que nos sintamos con la espada de Damocles sobre nuestra cabeza.
Un fondo de tristeza y de temor va ganando intensidad a medida que más familias son tocadas por el virus. De forma casi inevitable, sentimos cómo se estrecha el cerco. Cada día que pasa vamos conociendo más personas cercanas que han pasado por alguna situación de peligro o de desgracia consumada.
– ¿Sabes quién está ingresado?, ¿sabes quién lleva en la UCI varios días?, ¿sabes quién tiene unas terribles secuelas después de haber dejado el hospital?, ¿sabes quién ha fallecido?
Y, sobretodo, esa sensación demoledora de que la crisis ha venido para quedarse y la probabilidad de que vendrán olas sucesivas a golpear la tranquilidad de nuestra playa. Pasamos la primera ola, estamos atravesando la segunda y ya se anuncia la tercera para después de Navidad. ¿Hasta cuándo? Se trata de una sensación de hastío que parece convertir en estériles todos los esfuerzos anteriores.
Parece ser que el Nuevo Año traerá vacunas para todos. Sé que no suponen el final de la pandemia, pero puede ser el principio del fin de la angustia. No son la luz al final del túnel, pero pueden ayudarnos a superar la desesperación, la insolidaridad y la tristeza. Mientras tanto, hagamos y recibamos durante la Navidad el regalo de la protección mutua.