Autor: Miguel Ángel Santos Guerra
Hace algunos años, leí el libro “El poder de la estupidez”, de Giancarlo Livraghi, filósofo italiano dedicado al estudio de la cultura y la comunicación. Hoy lo he rescatado de la estantería porque he querido refrescar algunas ideas para ver si puedo comprender algunos hechos recientes: la postura de los negacionistas ante un pandemia que se ha llevado más de un millón de personas, la estupidez y la irresponsabilidad de quienes siguen organizando fiestas multitudinarias, el rechazo a vacunarse de una notable parte de la población, los más de 70 millones de votantes de Trump y el 70% de seguidores que apoyan su postura de rechazar los resultados de las elecciones, la moción de censura de la ultraderecha al gobierno de España, las actitudes de algunos partidos de la oposición ante la votación de presupuestos, la incapacidad de los políticos para alcanzar un pacto social por la educación… Y muchos otros comportamientos de quienes alardeamos de ser racionales.
El primer capítulo del libro se titula “El problema de la estupidez”. Y comienza así: “La estupidez es un problema feo. Siempre me ha fascinado la estupidez del ser humano. La mía propia por descontado; pero también todas aquellas actitudes necias y errores detestables que echan a perder tantas horas de nuestra vida cotidiana, generando no poca angustia”.
Existen, qué duda cabe, la perversidad intencionada, la megalomanía, el egoísmo, el abuso de poder, la astucia, la avaricia, el deseo de dominar, el orgullo… Pero la historia y el presente nos llevan a concluir que la mayor parte de los errores son fruto de la pura y simple estupidez.
Imagino que el lector ha oído hablar alguna vez o ha leído algo sobre el principio de Hanlon, también conocido como la Navaja de Hanlon: “No atribuyas nunca a la maldad lo que puede ser explicado sencillamente por la estupidez”. Concepto básico que confirma Robert Heinlein en una afirmación aun más simple: ”No subestimes nunca el poder de la estupidez humana”. Es mucho peor ser estúpido que ser malvado, porque los estúpidos no descansan, le oí decir a mi querido Manuel Alcántara.
La estupidez podría definirse como lo contrario a la inteligencia. En 1866, el filósofo Johann Erdmanndefinió la “forma nuclear de la estupidez”. Dice que se refiere a la estrechez de miras. De ahí la palabra mentecato, privado de mente. Estúpido es el que sólo tiene en cuenta un punto de vista: el suyo. Cuanto más se multipliquen los puntos de vista, menor será la estupidez y mayor la inteligencia. Por eso los griegos inventaron la palabra idiota: el que considera todo desde su óptica personal. Juzga cualquier cosa como si su minúscula visión del mundo fuera universal, la única defendible, válida e indiscutible.
De entre los diversos ensayos dedicados a la estupidez hay uno de lo más interesante que además puede resultar divertido debido a su estilo irónico y burlón, aunque conviene tomar muy en serio. Me refiero a The Basic Laws of human Stupidity, escrito por Carlo M. Cipolla, profesor emérito de Historia Económica en la Universidad de Berkeley. Dice Cipolla que la necedad “es independiente de cualquier otra característica de una persona”. En otras palabras, que toda la humanidad puede participar de la estupidez. La ley tercera (de oro) dice: “Una persona estúpida es aquella que causa un daño a otra persona o grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio”.
La estupidez no tiene que ver con la cantidad de conocimientos que se posee. Es más, hay quien piensa que la estupidez es un vicio propio de los intelectuales. Lo dice de forma clarividente Fernando Savater que habla de la estupidez como un vicio endémico del intelectual. Habla de la estupidez como “la enfermedad profesional del intelectual, como lo es la silicosis para el minero
En la obra de Livraghi podrá encontrar el lector o la lectora algunas capítulos de especial interés como La estupidez de la guerra, La estupidez del poder (que tiene su contrapartida en el poder de la estupidez), La estupidez de la burocracia, La estupidez e las tecnologías, La estupidez de la prisa…
Merece la pena que resalte los tres corolarios que el autor plantea en uno de los capítulos. Reproduzco literalmente el enunciado, sin hacer ningún comentario, dado el espacio de que dispongo.
Primer corolario: En cada uno de nosotros reside un factor de estupidez que es siempre mayor de lo que creemos.
Segundo corolario: Cuando la estupidez de una persona se combina con la estupidez ajena, el impacto crece de forma geométrica; esto es, por la multiplicación, no por la adición, de los factores de estupidez individuales.
Tercer corolario: Combinar la inteligencia de distintas personases es más difícil que combinar la estupidez.
Gracián recuerda que son tontos todos lo que lo parecen, y la mitad de los que no lo parecen y efectúa una clasificación de los monstruos de la necedad: “Sonlo, dice, todos los desvanecidos, presuntuosos, porfiados, caprichosos, persuadidos, extravagantes, figureros, graciosos, noveleros, paradojos, sectarios y todo género de hombres destemplados, monstruos todos de la impertinencia”.
En su “Diccionario razonado de vicios, pecados y enfermedades morales”, Jorge Vigil Rubio diferencia la estupidez moral de la estupidez cognitiva. Dice: “En el estúpido moral concurren una inteligencia o formación generalmente moderadas –por lo que no rara vez se solapa con la estupidez cognitiva- , una actitud de autoafirmación y una posición sectaria”.
La cruzada contra la estupidez está perdida de antemano. Decía Albert Camus enLa peste que “la estupidez siempre insiste”.
Deberíamos formular cada cierto tiempo, como hacía el escritor Giovanni Papini, la pregunta fundamental para acabar de una vez con la estupidez (al menos funcional): ¿soy un imbécil?Dice Papini: “¿Y si estuviese equivocado? ¿Si fuese uno de aquellos necios que toman las sugerencias por inspiraciones, los deseos por hechos? […] Sé que soy un imbécil, advierto que soy un idiota, y esto me diferencia de los idiotas absolutos y satisfechos”.
Es probable que nos hayamos sorprendido a nosotros mismos diciendo: Pero, ¿por qué soy tan estúpido? Sin embargo no aceptamos de buen grado que nos califiquen así los demás.
En una acalorada discusión, le dice un interlocutor al otro:
– Me parece que estoy discutiendo con un estúpido.
El interpelado, sin pensarlo dos veces, le responde con una evidente agresividad:
– Tú sí que estás discutiendo con un estúpido.
Ante las razones epidémicas de la estupidez y para desactivarla preventivamente allí donde anida –en la falta de autoconsciencia- vale la pena seguir el consejo de Fernando Savater: “Cada cual debe hacerse chequeos periódicos a sí mismo para descubrir a tiempo la incubación de la estupidez. Los síntomas más frecuentes son: a) espíritu de seriedad, b) sentirse poseído por una alta misión, c) miedos a los demás, unidos a un loco afán de gustar a todos, d) impaciencia ante la realidad (cuyas deficiencias son vistas como ofensas personales o parte de una conspiración contra nosotros), e) mayor respeto a los títulos académicos que a la sensatez o la fuerza racional de los argumentos, f) olvido de los límites (de la acción, de la razón, de la discusión), y g) tendencia al vértigo intoxicador”.
Permítame quien me lee formular un breve consejo para cerrar estas rreflexiones. Lo tomo prestado de Ethel Barrymore: “Uno crece el día en que por primera vez se ríe de sí mismo”.